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Domingo de ramos.

marzo 03, 2018
by Miguel Ramirez
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P. Carlos Álvarez cjm

Vamos concluyendo nuestro camino cuaresmal y entramos con Jesús a Jerusalén para celebrar la Pascua de salvación. La liturgia nos ofrece la meditación de la pasión según san Marcos.

 

Nos situamos hacia el año 70 en la comunidad de Roma. Ya Pedro ha muerto crucificado por amor a su Maestro y el evangelista, al narrar los acontecimientos de la pasión de Jesús, nos orienta hacia una doble mirada; la primera hacia Jesús, la segunda hacia nosotros mismos como discípulos. Es una mirada contemplativa, de aquel que está ante un espectáculo y se deja cuestionar profundamente por lo que ve y oye (cfr. Mc. 15,40).

 

Al contemplar a Jesús, lo vemos primero como alguien profundamente humano, que experimenta la angustia, la soledad, el miedo y la tristeza más hondas, cuando siente que ha llegado la hora; pero se sumerge en la oración y asume el plan y la Voluntad del Padre. Lo más duro de esta experiencia es saber que uno de los suyos, que ha compartido con él la vida y la mesa común, lo traiciona y lo entrega a las autoridades judías; que Pedro, el jefe de la nueva comunidad, lo niega hasta tres veces; y que todos lo abandonan.

 

Vemos, luego, al Señor padeciendo un juicio injusto ante el consejo de ancianos y ante el gobernador romano. Nos da a todos un testimonio de grandeza, de seguridad y de valentía. El Maestro sabe callar ante los insultos y atropellos de parte de sus opresores; pero sabe hablar cuando lo encaran por su identidad. Él es el Mesías, el Hijo del Bendito; él es el Rey de los judíos. Este ejemplo se vuelve invitación a vivir y actuar como Jesús en medio del mundo mentiroso y opresor. Ser capaces de callar cuando hay que callar, y no tener miedo a dar testimonio de lo que somos con Jesús. El mundo injusto en el que vivimos necesita de nosotros una palabra valiente que anuncie con claridad nuestra nueva identidad.

 

Por último, lo contemplamos condenado a muerte y crucificado como vil malhechor, aguantando los golpes, las burlas y los insultos de soldados, sacerdotes y transeúntes, pero sobre todo sufriendo la terrible tortura de la crucifixión. Burlado, azotado, flagelado y torturado, desnudo y clavado en alto como un maldito, pero orante y sumergido en Dios hasta morir con un grito, que puede ser un grito de victoria o de inicio de una nueva creación. El centurión romano que dirigía la crucifixión no pudo sino reconocer admirado: “¡Realmente este hombre era Hijo de Dios!”.

 

La segunda mirada es a nosotros, los discípulos del Señor. Hemos recibido la invitación a ingresar a su Escuela, hemos escuchado continuamente su Palabra, hemos compartido con él la mesa y la intimidad, pero no dejamos de ser débiles y cobardes, pero también llenos de orgullo. Somos como Pedro, quien al escuchar de Jesús el peligro de caer y escandalizarse a causa de él, se cree más que sus hermanos (“Aunque todos se escandalicen, yo no”), pero es capaz de negarlo tres veces delante de una criada y de los siervos del sumo sacerdote.

 

Somos como Judas Iscariote, quien sin comprender plenamente a su Maestro, es capaz de entregarlo por dinero y fallar al amor. Somos como los demás discípulos que, al llegar la hora difícil de la condenación, prefirieron huir y abandonar a su Señor. Nadie se libera de culpa. Todos somos pecadores. Todos traicionamos a Jesús en algún momento de nuestra vida. Todos lo abandonamos. Todos necesitamos de su misericordia y llorar amargamente nuestra rebeldía y nuestra cobardía.

 

Entremos, pues, con humildad y confianza a esta semana de gracia y dejemos que resuene en nuestro corazón la frase del inicio del relato de la pasión: “Señor, ¿dónde quieres celebrar con nosotros tu pascua?”

 

Señor Jesús, con los niños sencillos queremos acogerte en nuestras vidas y proclamar que Tú eres el Mesías; con los creyentes sinceros reconocemos nuestra miseria y nuestro pecado; con la Iglesia toda queremos celebrar la Pascua que libera. Recíbenos, perdónanos, transfórmanos, para que –como el centurión romano- podamos proclamar: “Verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios y nuestro Redentor. Amén”.

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